Queridos padres: Aquí les dejo la FICHA 47 sobre el CUARTO MANDAMIENTO: "Honrarás a tu padre y a tu madre"
ficha para NIÑOS (optativa)
1. Les sugiero que VEAN el video del papa EN PAREJA
y charlen un rato sobre sus "consejos"
2. Lean después la FICHA PARA PADRES
3. CON LOS CHICOS, en algún momento durante la semana, VEAN EL SIGUIENTE VIDEO y lo comentan con ellos.
4. Si quieren, pueden DESCARGAR LA FICHA PARA NIÑOS, y completarla con ellos.
* Les dejo también las primeras catequesis del Papa sobre la familia, para que pueden tenerlas "a mano" e irlas leyendo cuando quieran...
CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO SOBRE LA FAMILIA
1 La Familia de Nazaret (17.12.14)
Cada familia cristiana —como hicieron María y José—, puede acoger a Jesús, escucharlo, hablar con Él, custodiarlo, protegerlo, crecer con Él; y así mejorar el mundo. Hagamos espacio al Señor en nuestro corazón y en nuestras jornadas.
Así hicieron también María y José, y no fue fácil: ¡cuántas dificultades tuvieron que superar! No era una familia artificial, no era una familia irreal. La familia de Nazaret nos compromete a redescubrir la vocación y la misión de la familia, de cada familia.
Y, como sucedió en esos treinta años en Nazaret, así puede suceder también para nosotros: convertir en algo normal el amor y no el odio, convertir en algo común la ayuda mutua, no la indiferencia o la enemistad.
No es una
casualidad, entonces, que «Nazaret» signifique «Aquella que
custodia», como María, que —dice el Evangelio—
«conservaba todas estas cosas en su corazón» (cf. Lc 2, 19.51).
Desde entonces, cada vez que hay una familia que custodia
este misterio, incluso en la periferia del mundo, se realiza el
misterio del Hijo de Dios, el misterio de Jesús que viene a
salvarnos, que viene para salvar al mundo. Y esta es la gran
misión de la familia: dejar sitio a Jesús que viene, acoger a
Jesús en la familia, en la persona de los hijos, del marido, de la
esposa, de los abuelos... Jesús está allí.
Acogerlo allí, para que
crezca espiritualmente en esa familia.
2. La madre en la familia (7.1.15)
Cada persona humana debe su vida a una madre, y casi siempre le debe mucho de su existencia sucesiva, de su formación humana y espiritual. La madre entretanto, si bien es muy alabada desde el punto de vista simbólico, tantas poesías, tantas cosas bellas que se dicen de la madre..., es poco ayudada en la vida cotidiana, poco considerada en su rol central en la sociedad. Más aún, muchas veces se aprovecha de la disponibilidad que tienen las madres de sacrificarse por los hijos, para 'ahorrar' en el gasto social.
Las madres son el antídoto más fuerte a la expansión del individualismo egoísta. 'Individuo', quiere decir que no se puede dividir. Las madres en cambio se dividen desde el momento en el que aceptan un hijo para darlo al mundo y hacerlo crecer.
Son ellas, las madres, quienes más odian las guerras que asesinan a sus hijos. Tantas veces he pensado en aquellas mamás cuando recibieron la carta que dice que su hijo cayó en defensa de la patria. Pobres mujeres, como sufre una madre.
Son ellas quienes dan testimonio de la belleza de la vida. El arzobispo Oscar Arnulfo Romero, decía que las mamás viven un 'martirio materno'. En una homilía cuando un sacerdote fue asesinado por los escuadrones de la muerte, él dijo, haciendo eco al Concilio Vaticano II: “Todos debemos estar dispuestos a morir por nuestra fe, mismo si el Señor no nos concede este honor... Dar la vida no significa solamente ser asesinados; dar la vida, tener espíritu de martirio es dar en el propio deber, en el silencio, en la oración, en el cumplimiento honesto del deber; en aquel silencio de la vida cotidiana; dar la vida poco a poco. Sí, como la da una madre que sin temor y con la simplicidad del martirio materno, concibe en su vientre a un hijo, lo da a la luz, lo amamanta, lo hace crecer y lo atiende con afecto. Es dar la vida. Y estas son las madres. Es martirio”.
Sí, ser madre no significa solamente traer un hijo al mundo, pero es también tomar una decisión de vida, la decisión de dar la vida. ¿Qué elige una madre, cuál es la elección de vida de una madre?, la elección de vida de una madre es dar la vida, y esto es grande, es bello. Una sociedad sin madres sería una sociedad inhumana, porque las madres saben siempre dar testimonio, mismo en los peores momentos, con ternura, dedicación y fuerza moral.
Las madres transmiten muchas veces también el sentido más profundo de la práctica religiosa: en las primeras oraciones, en los primeros gestos de devoción que un niño aprende, está escrito el valor de la fe en la vida de un ser humano. Es un mensaje que las madres creyentes saben transmitir sin tantas explicaciones: estas llegarán después, pero la semilla de la fe está en aquellos primeros y preciosísimos instantes.
Sin las madres, no solamente no habría nuevos fieles, pero la fe perdería buena parte de su calor simple y profundo. Y la Iglesia es madre, con todo esto, es nuestra madre. Nosotros no somos huérfanos, tenemos madre: la Virgen, la Iglesia y nuestra madre. Somos hijos de la Iglesia, somos hijo de la Virgen y somos hijos de nuestras madres. Queridas mamás, gracias, gracias por lo que son en las familias y por lo que dan a la Iglesia y al mundo. Y a ti amada Iglesia gracias, gracias por ser madre; y a tí María madre de Dios, gracias por hacernos ver a Jesús.
3. El padre en la familia (1) (28.1.15)
«Padre» es una palabra conocida por todos, una palabra universal. Indica una relación fundamental cuya realidad es tan antigua como la historia del hombre. Hoy, sin embargo, se ha llegado a afirmar que nuestra sociedad es una «sociedad sin padres». Especialmente en la cultura occidental, la figura del padre estaría simbólicamente ausente, desviada, desvanecida.
En un primer momento esto se percibió
como una liberación: liberación del padre-patrón, del padre
como representante de la ley que se impone desde fuera, del
padre como censor de la felicidad de los hijos y obstáculo a la
emancipación y autonomía de los jóvenes.
A veces en algunas
casas, en el pasado, reinaba el autoritarismo, en ciertos casos
nada menos que el maltrato: padres que trataban a sus hijos
como siervos, sin respetar las exigencias personales de su
crecimiento; padres que no les ayudaban a seguir su camino
con libertad —si bien no es fácil educar a un hijo en libertad—
; padres que no les ayudaban a asumir las propias
responsabilidades para construir su futuro y el de la sociedad.
Esto, ciertamente, no es una actitud buena. Y, como sucede
con frecuencia, se pasa de un extremo a otro.
El problema de
nuestros días no parece ser ya tanto la presencia entrometida
de los padres, sino más bien su ausencia, el hecho de no estar
presentes. Los padres están algunas veces tan concentrados en
sí mismos y en su trabajo, y a veces en sus propias
realizaciones individuales, que olvidan incluso a la familia. Y
dejan solos a los pequeños y a los jóvenes.
La ausencia de la figura paterna en la vida de
los pequeños y de los jóvenes produce lagunas y heridas que
pueden ser incluso muy graves. Y, en efecto, las desviaciones
de los niños y adolescentes pueden darse, en buena parte, por
esta ausencia, por la carencia de ejemplos y de guías
autorizados en su vida de todos los días, por la carencia de
cercanía, la carencia de amor por parte de los padres. El
sentimiento de orfandad que viven hoy muchos jóvenes es más profundo de lo que pensamos.
Son huérfanos en la familia, porque los padres a menudo están
ausentes, incluso físicamente, de la casa, pero sobre todo
porque, cuando están, no se comportan como padres, no
dialogan con sus hijos, no cumplen con su tarea educativa, no
dan a los hijos, con su ejemplo acompañado por las palabras,
los principios, los valores, las reglas de vida que necesitan
tanto como el pan.
La calidad educativa de la presencia paterna
es mucho más necesaria cuando el papá se ve obligado por el
trabajo a estar lejos de casa. A veces parece que los padres no
sepan muy bien cuál es el sitio que ocupan en la familia y
cómo educar a los hijos. Y, entonces, en la duda, se abstienen,
se retiran y descuidan sus responsabilidades, tal vez
refugiándose en una cierta relación «de igual a igual» con sus
hijos. Es verdad que tú debes ser «compañero» de tu hijo, pero
sin olvidar que tú eres el padre. Si te comportas sólo como un
compañero de tu hijo, esto no le hará bien a él.
Y este problema lo vemos también en la comunidad civil.
La comunidad civil, con sus instituciones, tiene una cierta responsabilidad —podemos decir paternal— hacia los jóvenes, una responsabilidad que a veces descuida o ejerce mal. También ella a menudo los deja huérfanos y no les propone una perspectiva verdadera. Los jóvenes se quedan, de este modo, huérfanos de caminos seguros que recorrer, huérfanos de maestros de quien fiarse, huérfanos de ideales que caldeen el corazón, huérfanos de valores y de esperanzas que los sostengan cada día.
Los llenan, en cambio, de ídolos pero les
roban el corazón; les impulsan a soñar con diversiones y
placeres, pero no se les da trabajo; se les ilusiona con el dios
dinero, negándoles la verdadera riqueza.
Y entonces nos hará bien a todos, a los padres y a los hijos,
volver a escuchar la promesa que Jesús hizo a sus discípulos:
«No los dejaré huérfanos» (Jn 14, 18).
Es Él, en efecto, el
Camino que recorrer, el Maestro que escuchar, la Esperanza de
que el mundo puede cambiar, de que el amor vence al odio,
que puede existir un futuro de fraternidad y de paz para todos.
(2) (4.2.15)
Quisiera partir ahora de algunas expresiones que se encuentran en el libro de los Proverbios, palabras que un padre dirige al propio hijo, y dice así: «Hijo mío, si se hace sabio tu corazón, también mi corazón se alegrará. Me alegraré de todo corazón si tus labios hablan con acierto» (Pr 23, 15-16).
No se podría expresar mejor el orgullo y la emoción de un padre que reconoce haber transmitido al hijo lo que importa de verdad en la vida, o sea, un corazón sabio. Este padre no dice: «Estoy orgulloso de ti porque eres precisamente igual a mí, porque repites las cosas que yo digo y hago». No, no le dice sencillamente algo. Le dice algo mucho más importante, que podríamos interpretar así: «Seré feliz cada vez que te vea actuar con sabiduría, y me emocionaré cada vez que te escuche hablar con rectitud. Esto es lo que quise dejarte, para que se convirtiera en algo tuyo: el hábito de sentir y obrar, hablar y juzgar con sabiduría y rectitud.
Y para que pudieras ser así, te
enseñé lo que no sabías, corregí errores que no veías. Te hice
sentir un afecto profundo y al mismo tiempo discreto, que tal
vez no has reconocido plenamente cuando eras joven e
incierto.
Te di un testimonio de rigor y firmeza que tal vez no
comprendías, cuando hubieses querido sólo complicidad y
protección. Yo mismo, en primer lugar, tuve que ponerme a la
prueba de la sabiduría del corazón, y vigilar sobre los excesos
del sentimiento y del resentimiento, para cargar el peso de las
inevitables incomprensiones y encontrar las palabras justas
para hacerme entender.
Ahora —sigue el padre—, cuando veo
que tú tratas de ser así con tus hijos, y con todos, me
emociono. Soy feliz de ser tu padre». Y esto lo que dice un
padre sabio, un padre maduro.
Un padre sabe bien lo que cuesta transmitir esta herencia:
cuánta cercanía, cuánta dulzura y cuánta firmeza. Pero, cuánto consuelo y cuánta recompensa se recibe cuando los hijos
rinden honor a esta herencia.
Es una alegría que recompensa
toda fatiga, que supera toda incomprensión y cura cada herida.
La primera necesidad, por lo tanto, es precisamente esta: que el
padre esté presente en la familia. Que sea cercano a la esposa,
para compartir todo, alegrías y dolores, cansancios y
esperanzas. Y que sea cercano a los hijos en su crecimiento:
cuando juegan y cuando tienen ocupaciones, cuando son
despreocupados y cuando están angustiados, cuando se
expresan y cuando son taciturnos, cuando se lanzan y cuando
tienen miedo, cuando dan un paso equivocado y cuando
vuelven a encontrar el camino; padre presente, siempre.
Decir
presente no es lo mismo que decir controlador. Porque los
padres demasiado controladores anulan a los hijos, no los
dejan crecer. El Evangelio nos habla de la ejemplaridad del Padre que está
en el cielo —el único, dice Jesús, que puede ser llamado
verdaderamente «Padre bueno» (cf. Mc 10, 18). Todos
conocen esa extraordinaria parábola llamada del «hijo
pródigo», o mejor del «padre misericordioso», que está en el
Evangelio de san Lucas en el capítulo 15 (cf. 15, 11-32).
Cuánta dignidad y cuánta ternura en la espera de ese padre que
está en la puerta de casa esperando que el hijo regrese. Los
padres deben ser pacientes. Muchas veces no hay otra cosa que
hacer más que esperar; rezar y esperar con paciencia, dulzura,
magnanimidad y misericordia.
Un buen padre sabe esperar y sabe perdonar desde el fondo del
corazón. Cierto, sabe también corregir con firmeza: no es un
padre débil, complaciente, sentimental. El padre que
sabe corregir sin humillar es el mismo que sabe proteger sin
guardar nada para sí.
Una vez escuché en una reunión de
matrimonio a un papá que decía: «Algunas veces tengo que
castigar un poco a mis hijos... pero nunca bruscamente para no
humillarlos». ¡Qué hermoso! Tiene sentido de la dignidad.
Debe castigar, lo hace del modo justo, y sigue adelante.
Así, pues, si hay alguien que puede explicar en profundidad la
oración del «Padrenuestro», enseñada por Jesús, es
precisamente quien vive en primera persona la paternidad. Sin
la gracia que viene del Padre que está en los cielos, los padres pierden valentía y abandonan el campo. Pero los hijos
necesitan encontrar un padre que los espera cuando regresan de
sus fracasos.
Harán de todo por no admitirlo, para no hacerlo
ver, pero lo necesitan; y el no encontrarlo abre en ellos heridas
difíciles de cerrar.
La Iglesia, nuestra madre, está comprometida en apoyar con
todas las fuerzas la presencia buena y generosa de los padres
en las familias, porque ellos son para las nuevas generaciones
custodios y mediadores insustituibles de la fe en la bondad, de
la fe en la justicia y en la protección de Dios, como san José.
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